Weegee es el seudónimo de Arthur H. Fellig (12 de junio de 1899 – 26 de diciembre de 1968), un fotógrafo y reportero gráfico ucraniano .
Quisiera uno imaginar cómo era la mirada del niño Usher Fellig cuando vio por primera vez Nueva York, después de la travesía del Atlántico en la bodega de un barco lleno de emigrantes pobres de Europa, después de haber abandonado su ciudad natal, Lvov, que entonces pertenecía al Imperio Austrohúngaro y ahora es parte de Ucrania, en ese territorio que el historiador Timothy Snyder llama con acierto sombrío The Boodlands, las tierras de sangre asoladas por los genocidas nazis y los genocidas soviéticos. El niño Usher Fellig viajaba a Nueva York con su madre y sus hermanos para encontrarse con su padre, que había emigrado unos años antes. Lo que uno quiere imaginar se parece inevitablemente al comienzo de una de las grandes novelas americanas de la emigración,Llámalo sueño, de Joseph Roth, que empieza con el encuentro del niño recién llegado con su padre al que no recuerda, pero sin duda tiene mucha menos amargura. Nada más llegar, y cuando todavía solo hablaba yídish y hebreo, a Usher Fellig sus padres le cambiaron el nombre para que sonara algo menos judío y más americano. Ahora se llamaba Arthur, pero sus ojos vivísimos y oscuros, su pelo turbulento, sus rasgos exagerados, no engañarían nunca a nadie acerca de su origen, ni siquiera cuando se hizo célebre y volvió a cambiar de nombre para llamarse Weegee, Weegee The Famous, o cuando recibió una oferta de Hollywood y abandonó la mugre y la prisa de Nueva York para instalarse en California.
Su padre era un hombre piadoso que aspiraba a convertirse en rabino y se ganaba la vida vendiendo fruta en un carro ambulante por las calles pobres del Lower East Side. Con quince años el hijo no tenía la menor vocación religiosa. Se colocó muy pronto como ayudante de fotógrafo, haciendo recados, aprendiendo a revelar. Con una cámara de segunda mano y un pony alquilado salía los días de fiesta a hacer fotos a los hijos de los emigrantes, montados en el pony. Las saturaba de claridad al revelarlas, porque los emigrantes, judíos, italianos, polacos, quedaban más contentos cuanto más blancos salieran sus hijos en las fotografías.
Pero el pony era muy caro de mantener y en la casa no había dinero para mantener a tantos hijos. El padre vivía tan embebido en sus devociones que descuidaba el triste negocio de la venta ambulante. A los 17 años Arthur Fellig se marchó de casa y trabajó en lo que fuera, fregando platos, barriendo suelos de tabernas, buscando una oportunidad para dedicarse de nuevo a la fotografía. Dormía en albergues para indigentes, en bancos de parques, en las estaciones de tren. Si a partir de mediados de los años treinta supo retratar con tanta verdad las vidas de la gente extraviada y marginada fue porque había sido uno de ellos. El cuarto en el que vivía durante la época de sus mejores fotos nocturnas parecía el de un indigente, o uno de esos lugares a los que él mismo llegaba cuando acababa de suceder una desgracia o de cometerse un crimen.
Weegee era un Caravaggio de las fotos con ‘flash’, un tenebrista de la mala vida.
Weegee era un Caravaggio de las fotos con flash, un tenebrista de la mala vida. En el International Center of Photography puede verse su gran cámara negra como un artefacto funerario y junto a ella un puñado de bombillas fundidas de flash. La exposición de Weegee que se inauguró hace unas semanas lleva un título que inventó y usó él mismo, Murder Is My Business. Imágenes muy familiares de malhechores, cadáveres y escenas de crimen son lo que espera uno encontrar, pero lo que distingue al talento es que siempre desconcierta o desborda nuestra expectativa.
Ni a Weegee ni a ningún gran artista hay que darlos por sabidos. Después de haber visto tantas veces sus fotografías solo hoy me he dado cuenta de la compasión que hay en ellas, de un fondo confesional que se vuelve evidente cuando se comprende que esas calles por las que Weegee corría queriendo llegar a la escena de un crimen antes que los demás fotógrafos y hasta la policía eran las de su mismo barrio, y que la gente que aparece en ellas, los muertos, los testigos, los transeúntes que se vuelven un momento a mirar, los curiosos que se asoman a una ventana o a una terraza, son emigrantes pobres como él. El cine de gangsters ha añadido un lustre mentiroso al crimen. La estética del cine negro le debe tanto a Weegee como a las películas del expresionismo alemán, pero Weegee, cuando se observan sus fotos con algo de atención, es el reverso de esas negruras lacadas de Hollywood. Los asesinatos que él retrata son asuntos de poca monta en los que la víctima suele ser un desgraciado, un cualquiera, un apostador sin éxito, un tendero de barrio que vende chucherías y cigarrillos sueltos, y que quizás no pagó a tiempo una pequeña deuda. Un cadáver yace en la acera sucia medio tapado con unos periódicos, y se ve que tenía los bajos del pantalón deshilachados, los calcetines cortos, los zapatos muy viejos. La pistola que tiró el asesino a sueldo al marcharse es una cosa irrisoria, casi como un llavero, una tosca imitación de pistola.
Y los ladrones, los asesinos recién detenidos, no son menos lamentables en su penuria. Son como esos borrachos antiguos que llevaban la ropa en desorden y el pelo sucio y quizás se habían reventado el labio o la nariz al caerse al suelo. Se les ve en las caras que vienen de la miseria y que van camino de la silla eléctrica, y que mientras tanto sirven de cebo para un titular de primera página o ni siquiera eso, para un suelto en la crónica de sucesos.
Esas calles eran las de su mismo barrio, y la gente que aparece en ellas son emigrantes pobres como él
En sus autorretratos, con su palidez nocturna y su pelo tan oscuro imposible de peinar, con la corbata floja, con el traje arrugado, con el cigarro barato y salivoso en la boca, Weegee se parece a esa gente: alguna vez, por burla, se dejó fotografiar esposado, o de frente y de perfil delante de una cinta métrica, con un número de detenido colgando del cuello. Parte de su talento consistía en mirar lo que no era obvio, en estar atento a las posibilidades del azar. Delante de un cine, policías y curiosos rodean el cadáver de alguien que ha muerto en un accidente de tráfico, y Weegee retrocede para incluir en el plano la marquesina en la que se ve el título de la película, The Joy of Life. Un edificio arde y en mitad de la fachada, entre el humo y los chorros de agua de los bomberos, se ve un anuncio de salchichas: "Añadir solo agua hirviendo".
Y siempre hay gente que mira, gente asomada a todas las ventanas de una calle para ver el cadáver de ese tendero sin fortuna, rodeando a la víctima de un accidente, o a un gangster recién ejecutado, acercándose para ver mejor a alguien que lleva unas esposas, gente pobre fascinada por el espectáculo barato y accesible de la desgracia ajena, con esa avidez de las personas gastadas por el trabajo y la necesidad que no tienen muchas distracciones en la vida. Nadie ha retratado esas miradas codiciosas mejor que Weegee. Eran iguales a la suya.
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