Alfred Stieglitz (Hoboken, Nueva Jersey, 1864 - Nueva York, 1946), autor que procuró equivalentes fotográficos para expresar su visión de la vida. Ahora que el mercado acepta la fotografía en grandes cantidades, al tiempo que advertimos cómo los programas de tratamiento digital amenazan con apagar para siempre su ya superada capacidad de conexión con lo real, parece adecuado recomenzar por Stieglitz, defensor de la habilidad del fotógrafo y de lo que hasta entonces parecía condenado a un pasivo ostracismo, la realización del positivado, que el veía como instrumento vital para la actividad artística. La muestra, reúne 110 imágenes pertenecientes a las colecciones de la George Eastman House de Nueva York y en su mayoría fueron donadas por su segunda esposa la pintora Georgia O’Keeffe.
Desde muy pronto, Stieglitz dejó patente su obsesión por conseguir que la fotografía gozase de un reconocimiento dentro de las Bellas Artes. Esta pasión, culminada por O’Keeffe, nace desde que Stieglitz regresara a Estados Unidos tras su ampliación de estudios en Europa, y comenzara a retratar la vida de las calles y gentes de Nueva York. Así, se encarga de la publicación American Amateur Photographer, es miembro fundador del Camera Club of New York y de su publicación Camera Notes, editor y redactor jefe de Camera Work y propietario de la galería 291. Todo con el fin de demostrar que la cámara era el vehículo apropiado para captar esa era maquinal, de capturar la belleza escondida en un mundo industrial macizo, de reducir y saltear cualquier imposibilidad, de ver el futuro, de divisar entre umbrales. Como ejemplo podemos rescatar la imagen de 1910 titulada La antigua Nueva York y la nueva. En ella la ciudad nueva se dibuja a través de la antigua; es un contraste que deviene esperanza, un anhelo que puede advertir su giro posterior. Obras como Sol y sombra-Paula, de 1989, ya anuncian ese gusto por el contraste, por el enigma de dos versiones, de dos mundos, el visto y el imaginado, el real y el ideal, el pictoricista, el directo, el soñado, el figurado. Son maniobras de acercamiento y distancia, como sus Equivalentes, auténticas demostraciones de que la buena fotografía lo es independientemente de su temática. él mismo reconocía moverse bajo la imperiosa necesidad de convertir lo que le afecta en un equivalente imperecedero, “pero lo que yo retrato tiene que ser tan perfecto en sí mismo como la experiencia que ha provocado el sentimiento de haberme emocionado”.
Stieglitz buscaba lo íntegro, la fotografía como ejercicio del alma; diríamos que algo tan imposible y difícil como su temperamento, tan intermitente como su producción. Necesitaba mostrar, enseñar, transponer acciones y emotividades a superficies planas, traducir aspectos meteorológicos, pasionales e incluso sexuales, como advertimos en las fotografías de Rebecca en Lake George, la ruda imagen de Ellen Koeniger o los propios retratos de Georgia O’Keeffe. Poco a poco parece tender a lo más íntimo, a una concentrada espontaneidad que le dirige hacia el mundo de la abstracción. Así, rescató el detalle, conectando lo natural con lo personal, el pensamiento con el sentimiento. Al fin y al cabo, se encomendó a sí mismo una misión como el sacrificio de un mártir: el improbable cometido de enseñar al mundo a ver.
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